viernes, 15 de mayo de 2015

El salto


- ¡Ándale, no seas cobarde! – gritó mi amigo entusiasmado ante la vista esplendorosa que el acantilado nos brindaba esa mañana de abril.

- ¡No es cobardía! ¡Es precaución! – le contesté apenas asomando la nariz, con el viento fresco lamiendo mi rostro y con un gesto que denotaba que la ida no me terminaba de gustar.

Apenas a una semana de haber iniciado el curso de salto en parapente; ya estábamos ahí, dos jovenzuelos con ganas de volar, intentando romper las leyes de la gravedad en busca de la realización del sueño infantil alojado en nuestros corazones.

- ¡Bueno! ¿Listo? ¿Ya te decidiste? ¿El rojo o el azul? – me dijo tomando con la mano izquierda una de las correas de la mochila azul y como sin querer, dejando a mi elección la roja.

- ¡Ya qué! Me toca este. ¡Sólo espero que se abra a tiempo y no me vaya yo a dar un buen madraz…! 

- No te preocupes hijo, – me interrumpió el instructor. Un hombre maduro y atlético, muy experimentado, espigado con rostro amable y muy seguro de sí mismo – si no fuera porque el salto es suyo, lo tomaba y saltaba yo…

En mi mente contesté raudo y veloz – “pa´luego es tarde, pues salta tú” – pero mi amigo confirmaría que mi falta de ganas de saltar, se debía a que no estaba del todo convencido en que hacer el salto en la primera práctica fuera lo más prudente o sea, que tenía miedo de llevarme el chingadazo de mi vida en mi primer salto.

Pese a mis dudas y preocupaciones personales, los preparativos continuaron, una leve revisión a las mochilas, arneses y a la técnica del conteo antes de jalar de la cuerda que liberaría el paracaídas. Todo parecía estar en su lugar, pero el gusanillo de la duda ya había hecho en mi mente “tremendo hueco del tamaño de la manzana que se estaba comiendo.”

- Todo listo – nos indicó el instructor - ¡Ahora sí, vamos a ver de qué están hechos! – dijo en tono animado y muy seguro.

Brincando de alegría y haciendo calentamiento como si fuera a correr los 100 metros planos en las olimpiadas representando a nuestro país, mi amigo se acercó al punto donde se dispuso el despegue y acto seguido grito...

- ¡LISTOS!

Mientras que yo me puse detrás de mi mochila de salto, como que no hubiera escuchado el llamado del instructor ni el grito de guerra de él. En ese instante volteo me dijo:

- No te haga al loco. ¡Vas canijo! O ¿qué? ¿No es lo que hemos soñado hacer desde que éramos un par de chamacos cagones? ¡Ándale güey! ¡Que se nos va la vida en un segundo y hay que vivirla al máximo!!

En ese instante esa frase trajo de repente a mi cabeza, como en una película de esas en las que ponen al protagonista recordando su pasado, levanté los ojos al cielo como buscando dentro de mi mente, el recuerdo del día en que juramos hacer todo juntos. Nos inventamos una ceremonia de pacto de sangre (con escupitajos claro, porque la sangre, aunque sea nuestra nos provocaba una combinación de miedo y asco). Cerramos tan fuerte las manos al entrelazarlas, que enrojecieron como sí en realidad se estuvieran transfiriendo de una a la otra. Con solemnidad marcial y bastante chistosa para unos chamacos de apenas diez años, juramos hacer todo juntos, como hermanos. Enumeramos las cosas que haríamos: ...la secundaria, la prepa, la universidad y por supuesto la misma carrera. enamorar un lindo par de gemelas para dar nuestro primer beso en iguales circunstancias, el día de nuestra boda doble y la cantidad de hijos que trataríamos de tener, nuestra primera pelea a madrazos con el primero que nos provoque, y una larga lista de tonterías propias de nuestra edad. Al momento de bajar del techo de la casa abandonada que fungió como centro de ceremonias, saltamos juntos tomados de la mano a un gran montón de zacate que amortiguo nuestra caída. Al recuperar nos del ataque de risa después de del aterrizaje, abrió sus ojos como cuando se le ocurría una descabellada idea:

- ¡Un salto en paracaídas desde el Cañón del Diablo! - me dijo tomándome por los hombros y sacudiéndome en forma telúrica combinada con mal de Parkinson...

En ese preciso instante, en el que terminé de recordar de donde habíamos sacado semejante idea y antes que yo pudiera acercarme a la orilla del acantilado, mi amigo con el paracaídas listo, saltó lanzando un grito de victoria que nunca olvidaré…

- ¡Nos vemos abajoooooooo!

Y en un leve instante, su descenso duro escasos segundos. Lo que vi me termino de quitar las pocas ganas que tenía de alcanzar mi sueño junto a mi amigo al pie de ese acantilado. 

Hoy a mis 87 años, con 56 bisnietos, 23 nietos, 7 hijos y una buena esposa que me cuida desde el cielo, me pregunto si debí haber saltado, me sigo preguntando: ¿Vale la pena alcanzar el más grande de nuestros sueños, aunque este dure sólo unos cuantos segundos?

Tal vez hoy regrese a ese acantilado, lo compruebe y si todo sale bien, se lo cuente a mis bisnietos…, si no, le contaré a mi amigo de todo lo que se perdió.


AUTOR: Carlos A. Suárez G..

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