viernes, 24 de abril de 2015

Reflexiones antepóstumas

Reflexiones ante póstumas del tercer y verdadero padre de Leopold Bloom sobre: el amor; la locura; la pérdida; la soledad; el olvido; el arrepentimiento; la redención a través de la muerte; el mercado laboral; la política penitenciaria y el esnobismo, más concretamente dentro de éste, de cómo un espléndido y ostentoso sofá granate, pasó del escaparate de Roche Bobois al salón de estar de una humilde higienista dental.


Llevo demasiado tiempo frente a este espejo buscando respuestas. Al menos una, que suponga la llave para un relato factible de hechos concatenados, que me ayude a identificar los hitos y las causalidades, a comprender. Una sola, no importa que sea pequeña, inverosímil, peregrina o incluso falsa, pero que sea, tan solo necesito que sea. Ya solo ansío despejar la incógnita, resolver el enigma, cerrar el círculo.

Demasiada arena, desiertos enteros pasando por el lánguido, fino y estrecho paso de los conos enfrentados. ¡Sí! ese ruido constante y mortificador, al parecer, inapreciable para los oídos de los demás y, sin embargo, ensordecedor para los míos. Lo oigo, el tiempo suena, el minúsculo y alineado grano, grano a grano, el roce con sus semejantes, deslizante fricción; empujones a través de la cristalina estrechez que amplifica la estridencia; la pelea por ser el primero en dar la razón a Newton, la gravedad del tiempo que, pese al coeficiente de rozamiento de los deseos, anhelos desacelerantes, aún así, provoca invariablemente su caída en el nunca y vuelta a empezar. Sísifo enfundado en un roído bluyín, con el torso desnudo, los brazos entumecidos, los talones hundidos en la arena húmeda por el perpetuo sudor, subiendo grano a grano a grano a grano, a grano.

Ya no distingo si el tiempo discurre en el sentido que debiera o, si por el contrario, lo hace en sentido inverso al natural de su marcha; intento infructuosamente crear una nueva realidad al revisitar un tiempo y un espacio ya muertos, como espectador privilegiado, sentado en lo más alto del graderío, donde apenas se distingue a los protagonistas del decorado, imposibilitado del todo para la actuación sobre los hechos acaecidos, para la rectificación, por tanto, negada toda redención. No puedo fiarme de la realidad que me intenta imponer mis sentidos, sentidos que se alimentan de recuerdos, información guardada en un disco duro dañado ¿Qué es real o lo fue en su momento? ¿Qué interpretación? ¿Qué anhelo de ser? Erráticos informes de un exterior que ya no es, que no pueden desembocar en otra cosa que no sea una realidad fallida, ilusoria y nebulosa. Memoria. Recuerdo. Falacia.

Esta arena sonora, hueca, gruesa, áspera, se mezcla con palabras apenas susurradas, afloran de nuestras bocas en un idioma ininteligible y cifrado, conversaciones enteras:   -Aflajasme la vestimenta quo vasu gri dus fatis- te oigo decir con ira mientras yo te contesto con condescendencia -Ni se me gasta por fa dolmeta-. Tras un rato de calma, no mucho, un nuevo exabrupto tuyo me pone en guardia –Al menos jiorava el soporbufo de la gimanta- a esa ni te contesto, me giro y sigo a lo mío, con mi nariz entre los pechos de Molly mientras Leopold encuentra por fin su patata. Así horas interminables, desentendiendo lo aprendido y desasiendo lo aprehendido, desmontando el paraíso con una sutil y silenciosa excavadora armada con una inmensa pala blanca tatuada con jeroglíficos negros. Luego, después del triunfo del hastío y el hartazgo, todo termina súbita e irremediablemente con un grito, un desdoblamiento del yo en el que apenas te reconozco, un arañazo sostenido en el aire húmedo con el que pones punto final a la discusión: -¡Herkadia xi das la vuelta enfrastizado!-. En este mismo instante me queda claro que esta noche no toca amalar el noema, no habrá abrazo, caricia ni beso, siquiera dormir juntos cada uno en su parcela registrada del lecho, dando la espalda al nuevo extraño; extraditado de la alcoba, como únicos compañeros el fin de emisión, una charla con Jean Valjean acerca de las singularidades femeninas y el zumbido, el puto zumbido.

En mi nocturno destierro continúo lamiéndome las heridas producto de la batalla perdida, me invade el desaliento y una sensación de inexplicable extravío; mi cuerpo se amolda como una mano a un guante, la práctica casi cotidiana ayuda al reconocimiento mutuo, al sofá granate que compramos en aquella bonita tienda. ¿Recuerdas? A diario nos deteníamos unos minutos delante de su escaparate, parada obligada antes de llegar a la clínica donde acababas de renovar tu contrato en prácticas de un año, que orgullosa estabas de tu título de higienista dental. Solíamos ir, de cuando en cuando, a soñar con el lujo y la opulencia, probando sillones inaccesibles hasta que el estúpidamente estirado y seco dependiente nos llamaba la atención; jugábamos a tomar café en mesas de otras alturas, no la nuestra, a las que solo pudimos acceder en tiempos de liquidación: “Liquidación y cierre por inminente extinción de Nuevos Ricos, descuentos del 80%”.   -¡Que se jodan!- gritamos al salir de la tienda con nuestro sofá  de diseño italiano.

Tras dos desiertos y medio el granate asiento mutó de mueble a metáfora, de lujosa imagen de estatus ficticio, parecer ser no siendo, a prueba irrefutable del deterioro; de las seis robustas patas de antaño, ahora cojeaban dos, nosotros; se nos fueron descosiendo las costuras hasta brotar el relleno deshilachado; se nos quebró la piel, deshidratada, otrora turgente y ligante, aplacadora de la fuerza centrífuga, freno a la expansión y dispersión del Big Bang de nuestro Nosotros. ¡No lo entiendo! No se si fue un proceso erosivo, silente, de esos de los que no te percatas hasta que se te caen los pantalones en público y adviertes, solo entonces, que la inanición voluntaria y programada ha llegado demasiado lejos. La esencia con los accidentes por los tobillos, con el culo al aire, desnuda y desprovista de significantes, llaves perdidas de puertas cerradas, de escapatorias a mundos de conejos parlantes con relojes de pulsera. ¿Sin accidentes dejamos de ser esencia? ¿Esencia y accidente en el mismo plano? ¿Qué somos como individuo único si no accidentes? Ser dentro parte del Todo nunca lo he considerado ser. Para mí ser siempre es fuera, solo, individual y distinto. No se si uno se puede desligar de los demás o precisamente ese afán, imposible de conseguir, es el que te persigue como una polla gigante llena de chinchetas dándote por el culo aún con el orto sellado con plomo. ¡Desprecio esa mierda! ¡Yo me considero accidente!

O por el contrario un instante, conglomerado de azares  que confluyen en un único punto donde se concentran y desvelan las bifurcaciones del destino multiplicando exponencialmente las posibilidades de errar, de perderse tras la puerta que aparece tras la puerta que esta situada tras la puerta. Abrirla y… escuadrón de la muerte, emboscada guerrillera, pero… pero… pero… ¿Qué instante? ¿Qué sucedió? ¿En mí? ¿En ti? Busco respuesta en el reflejo de estas ojeras perennes, oscuras huellas de noches eternas, repletas de espejismos voraces que no llegan a ser nunca sueños profundos por culpa del maldito insomnio, en las que oigo llover incluso cuando no lo hace. También la lluvia parece hablarme entre dientes, entre gotas, mascullando esquirlas líquidas que me atraviesan. ¡Este susurro me va a volver loco! Entorno los ojos hasta casi cerrarlos, distorsiono la imagen que me devuelve el espejo, y es entonces cuando parece intentar comunicarme algo. Por ahora es ilegible. Soy incapaz de atisbar, siquiera de adivinar a sorteo entre las más cotidianas o comunes, una explicación a este desastre. A esta vida en muerte, mi vida, tu muerte. Rebobino nuestra película con la tecla del play pulsada y no aparecen villanos ni traiciones ni sospechas ni alarmas ni signos ni señales ni indicios, mucho menos pistas o premoniciones. De esta especie de trailer surrealista y acelerado saltan fogonazos que me hacen estremecer. Tus rizos insumisos, rútilos ficticios premeditadamente desajustados; tu altura inagotable, los ojos sonoros y descalzos; el andar azul de tus piernas llenas de juvenil músculo. Las primeras caricias, abruptas, inexpertas; la impericia de mis manos, el dolor y la risa; una risa desconocida hasta entonces, líquida y caliente, risa que se fue convirtiendo en carcajada cuando este inexperto se transformó en habilidoso profesional. Los dos aprendimos al unísono. No solo nos descubrimos el uno al otro, nos descubrimos a nosotros mismos a través del Otro. Esa parte del Uno imposible de ser revelada en soledad; la lección consistía en sucumbir a la pulsión  primaria de deshacerse en el Otro como un azucarillo en café recién hecho, que cambiara de sabor, que al sorberlo y paladearlo supiera oliera sonara a algo distinto a cada uno por separado, a Unidad.

Ahora soy incapaz de recordar e identificar la última carcajada, ubicarla en el tiempo y en el espacio; entre los dedos de mi memoria apenas queda un puñado de ellas, el resto resbalaron gélidas en dirección a los codos y, de ahí, caída libre al agujero negro de la nada. Esa estentórea y mil veces repetida carcajada, desgastada, entibiecida, en algún momento se transformó en anodina sonrisa funcionaria. Roída por algún ratoncillo perdió brillo, cuerpo, presencia, decencia. ¡Ahora solo queda esta incipiente y galopante demencia! ¡Me niego! No puede ser suficiente. Tal vez tus celos, ridículos y extravagantes, de Molly, de Teresa, sobre todo de la Maga, cuanto la odiabas; la incomprensión mutua ensanchada por interminables silencios, el desembarco de la tristeza y los delirios en el antiguo paraíso, ¿fueron ellas las que te desplazaron o tu la que se distanció?

2,10 de ancho por 3,05 de largo. Inmenso espacio diáfano henchido de desasosiego, que feliz sería el portugués aquí; campo de juego permanente de la vaguedad y la locura, tenaza sensorial labrada a conciencia por mi permanente estado de consciencia, el espacio como un personaje más en este Circo, y tu ausencia… nunca una ausencia había ocupado tanto, una Nada ocupándolo Todo. Un estante fijado con ahínco a la pared como mesa, un ascético catre y sanitarios de pulcro y pulido acero inoxidable. En esta puta celda acolchada no me dejan tener nada que sirva para dar fin a este fin infinito, cíclico y recurrente, a esta decadencia y podredumbre cotidiana, apestar a cadáver estando vivo. En la mesa, mirándome descaradamente a los ojos, casi retándome, el papel recién profanado con estas amontonadas letras; a mi izquierda, más papel con más mierda: Bloomsday, mi última bosta pretenciosa, y Sentencia firme, mini disección de mi debacle, las dos aplastadas por la inmensidad de la más reciente edición de En busca del tiempo perdido, preparada para su, casi con total seguridad si todo va según lo planeado, inconclusa tercera lectura; un bote de tinta comestible y varias plumas de ganso. No entiendo este insano e irracional afán de impedir mi muerte; el incordio de mi cuidado, el gasto a cargo del erario público de las instalaciones y la manutención, surrealismo elevado a la enésima potencia. Impedirme la fuga de mi cuerpo. ¡Malditos seáis todos mil veces! Solo deseo que cese este zumbido, ¿es mucho pedir?

-La mató por que estaba loco- les oía murmurar en la sala. Que sabrán de nosotros esos estúpidos. -Fue por los libros- decían otros. Burdas especulaciones, todo por mi alucinógena confesión de la noche de autos: -No podía concentrarme- balbuceé   -Ella quería que le dedicara tiempo- repetía -Ahora podré releerlos- sentencié. El Tribunal también sentenció, “Artículo 139: Será castigado con la pena de prisión de quince a veinte años, como reo de asesinato, el que matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes: 1ª (…) 2ª (…) 3ª Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido”.

Y aquí estamos, a las puertas de mi propio Auto de fe, página quinientos cincuenta y cinco, la biblioteca ardiendo y yo sin petróleo, Peter Kien en su escalera y yo en la mía, improvisada, preparada para el último salto, esta vez sin números escritos con tiza en el suelo… ni Cielo. Ya falta poco para volver a vernos mi amor, todo está preparado. En un principio tenía dudas sobre la manera de ir a tu encuentro, pero creo que la decisión, por fin es la acertada. El plan A consistía en arrancarme en sueños la lengua de un mordisco y morir de asfixia al tragarla, total y definitivamente descartado por falta de la valentía necesaria e imposibilidad de ensayo previo. El plan B era separar los ojos de sus cuencas con mis propias manos para, en primer lugar, no volver a verte en mí al mirar este diabólico espejo de pulpa blanca, empeñado en devolverme tu cara llena de sonrisa como método de tortura penitenciaria y, en segundo lugar, si acompañaba la suerte, morir desangrado; igualmente desechado, en esta ocasión, por manifestar una dificultad extrema en la ejecución y, por otro lado, los riesgos de quedar vivo e impedido para proceder a la consecución del objetivo final eran evidentes. Por tanto, solo quedaba una salida, el plan C: la paciencia. Mucha paciencia hay que tener para ahorcarse con hilo dental; dejar de limpiarme los dientes durante meses no, durante años, diez ya; guardar escondidos los rollos de hilo dental, estirarlos, trenzarlos, unir unos con otros hasta formar una cuerda que soporte mi peso, que permita ahorcarme o, mejor, que me corte el cuello en la primera sacudida. ¡Sí! Que me corte el cuello sería lo justo. Ya estoy imaginando las cabeceras de los diarios y los artículos sobre el caso, a toda página: “La redención poética del asesino de la higienista dental”, espléndido titular. La sangre de mi yugular salpicando al enfermizo Proust, mientras, aún caliente, resbala hasta llegar a mis manos todavía manchadas con tu sangre. Heroico.


AUTOR: Juanje Frayfregona.

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