lunes, 27 de abril de 2015

La despedida de Marianico


Esta es la historia de mi hermano el pequeño y de las revelaciones que nos hizo este verano. Tras escuchar todo lo que tenía que decir fui incapaz de revelarle la verdad sobre el asunto, ni de que otros lo hicieran. A veces el pasado es mejor no removerlo. Así empezó la reunión:

—Como sabéis soy el pequeño de los doce. Hasta hoy he guardado un secreto que ha provocado la vergüenza de mi existencia durante este tiempo. Sin embargo, tras la muerte de Padre y la tristeza que eso me provocó, me he dado cuenta de que aquello que me condujo a preservar tremendo secreto hoy me enorgullece. Hermanos, hoy os voy a desvelar por qué nos abandonó María y lo

difícil que tuvo que ser para nuestro progenitor criarnos a los doce, como lo hizo. Hace dos años, Padre me entregó una carta escrita del puño y letra de vuestra Madre. Este tiempo la he estado escondiendo, no solo a vosotros, sino a mí mismo. Ahora ha llegado el momento de que sepáis la verdad.

<<Queridos hijos míos:

Quiero aprovechar este trozo de papel para poneros en conocimiento de las razones que me llevaron a abandonaros allá por los años cuarenta.

Pues veréis, de todos los días de los que dispone un año, Ricardo, vuestro padre, se puso de parto precisamente el día de la matanza. En cualquiera de los otros trescientos sesenta y cuatro restantes, el parto me hubiera dado igual aunque, ojo, que no le reprocho nada. Está claro que parir es inevitable y pobre hombre, qué iba a hacer. Sin embargo me aventuro a pensar que algo de provocación sí hubo pues ya estaba informado de la gran ilusión que me producía aquella matanza. La matanza del cerdo Marianico. Lo críe a conciencia desde su nacimiento y la espera había valido la pena, estaba fuerte y robusto como un jabalí salvaje. Lo traje al mundo con mis propias manos, lo alimenté y lo cuidé como a cualquiera de vosotros once. A Ricardo no le atraía nada la idea de que durmiera con nosotros de lechal pero no cedí y así lo hice. Me planté y le dije: —como María Pulido que me llamo que el cochinillo duerme conmigo. Y ante tal afirmación y, a pesar de que el embarazo lo hizo llorar como a un niño, no pudo negarse. Así, durante los primeros meses, fuimos cuatro en la alcoba: Ricardo, Marianico, yo y el que venía en camino.

La idea de evitar aquel parto me convirtió en una mujer nueva, aunque vuestro padre no paraba de quejarse de todo. Había pasado buena parte de mi vida preñada y era hora de descansar. No es que no haya disfrutado de llevaros en mi vientre, no, pero es muy cansado, sobretodo los partos. Los tres primeros fueron embarazos difíciles pero los partos bastante normales. Con el cuarto, no tuvimos comadrona. Empezaron los dolores sorprendiéndome mientras lavaba en el río. En tres o cuatro minutos ya estaba en el mundo. Le corté el cordón con una cuerda que había en el borde del arroyo y lavé al bebé en el agua dentro de un barreño. En ese momento me acompañaban ya pocas fuerzas y el balde se escapó río abajo. Pensé que lo mejor era ir a buscar a Ricardo para que se hiciera cargo. Vuestro padre se pasó el día entero recorriendo el río hasta que apareció con vuestro hermano envuelto en una chaqueta vieja. Para el quinto de vosotros me resultó sencillo averiguar su llegada. La experiencia de los anteriores me había hecho conocer el momento exacto de su entrada al mundo. Al alba le dije a Ricardo:—Para las nueve y cuarto viene el retoño. Vuestro padre preparó agua caliente, mantas y os mandó con la vecina. A la hora esperada nacía el quinto niño de la casa. Nació con dos vueltas de cordón y no respiraba. Ricardo le palmeaba en las nalgas desesperado pero no había manera, no lloraba. Tuve que tenerlo colgarlo de los pies varias horas. Cogí una cuerda de la matanza, le até los tobillos y lo pendí en la despensa entre los chorizos y la morcilla. En un par de horas el bebé berreaba por fin. Sexto, séptimo y octavo llegasteis prácticamente juntos. Uno el martes, otro el miércoles y el más menudo el jueves. Tres días de parto interminables y agotadores. Y los tres últimos, por mi parte, no los recuerdo bien pues con todos acabé inconsciente. Uno nació con siete kilos doscientos, otro con ocho y el último con ocho cien. A vosotros no os pude dar pecho. Me recomendó una vecina que os diera sopas y así os criasteis de hermosos.>>

—Bien. Ya supongo que empezaréis a entender que María no fue una madre normal. Pero hasta ahora lo que no alcanzáis a imaginar es cómo Padre tampoco lo fue, y por supuesto yo mismo estoy muy lejos de serlo. La carta continúa así:

<<En febrero de 1937 nos enteramos de que estaba embarazada. El duodécimo retoño llegaba a la familia. Por supuesto, después de once partos a cada cual más difícil, me negué en rotundo. Le dije a Ricardo que no, que no iba a tener ese hijo. Se puso como loco, que si Diós me castigaría, que si Diós lo había querido así; mamarrachadas—le dije—Si quieres que nazca, lo tienes tú. Así que después de varias semanas de burocracia con la iglesia y de dejarme el jornal de varios meses y las rodillas peladas de rezar, Ricardo se quedó en estado de nuestro hijo número doce. Recuerdo que aquel día dormí de un tirón bajo las mantas. Él, en cambio, pasó la noche agitado y por la mañana lo oí vomitar. Que queréis que os diga, no voy a deciros que me sentí mal porque no fue así. En pocos días ya no me dolían los pechos ni el vientre y me centré en Marianico y en cuidar de la hacienda.>>

—¿Pero qué... ? Eso no es posible, Madre estaba... 

—Dejadlo hablar—dije interrumpiendo a los demás, diciendo más con la mirada que con las palabras. 

—Lo que habéis oído. María no es mi madre. Y ahora me siento feliz de saberlo. En este momento he podido perdonar todo ese odio hacia quién creía que fue quién me trajo al mundo y a la vez quién me abandonó. Ese sentimiento tan contradictorio que había crecido en mí como mis brazos y mis piernas, dejó de serlo. Pero...Perdón, dejadme que continúe leyendo. 

<<Ricardo a los cuatro meses tuvo que dejar de labrar la tierra, la barriga era tal que no le dejaba agacharse ni ver ni lechugas, ni tomates ni trigo. Se dejaba parte de la cosecha atrás y me tocaba trabajo doble. Así que yo ocupé su lugar. Labraba, cosechaba, me ocupaba de la hacienda. Él, mientras, os criaba y se dedicaba a "mis labores". Tanto se parecía a mí que una tarde vuestro abuelo lo encontró de espaldas, con el mandil puesto, y pensando que era yo lo atrapó por detrás y le besó la mejilla. Aún me río cuando pienso en el respingo que ambos pegaron ante tal atrevimiento. Y yo cada vez me parecía más a él. Incluso empecé a fumar. Todo el día rodeada de capataces y peones de la hacienda tuvo dicha consecuencia. Me volví una fumadora empedernida. Ricardo, por el contrario, tuvo que dejarlo debido a su estado. Pero a lo que vamos, el día del parto. Yo había madrugado mucho para preparar la matanza de Marianico. Afilé todos los cuchillos y dispuse todo lo necesario. Toda la familia estaba avisada para acudir a la celebración. Incluso colgué un cartel en la hacienda que decía: " La despedida de Marianico". Estaba entusiasmada con la idea de alimentaros durante todo el año, con aquel cerdo que con tanto mimo crié para tal fin. En el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la matanza de los Pulido, algo que me enorgullecía.

Ricardo, se levantó temprano para preparar el desayuno y ayudar en los preparativos. Yo estaba tan emocionada que no me di cuenta de que parecía más pálido y cansado de lo habitual. Ambos dispusimos la hacienda para recibir a la familia. Recogimos flores para los jarrones, decoramos las mesas, pusimos los manteles que vuestro padre había bordado y sacamos la cubertería de plata que nos había regalado la tía Enriqueta para nuestras nupcias. Todo lucía precioso aquel día. El tiempo acompañaba, el sol resplandecía con rabia y hacía mucho calor. A las doce empezaron a llegar los primeros. Los tíos de la capital venían cargados de regalos para vosotros. Se sorprendieron al ver a Ricardo en Estado. Al principio quisieron marcharse pues creían que aquello había sido obra del diablo, pero tras hablar con vuestro padre y ver con qué cariño llevaba ese hombre al bebé en su vientre se quedaron sin volver a hablar del tema. A la una ya estaban todos en la hacienda y con cada uno hubo que repetir la historia. Ricardo se mareó un par de veces y tuvo que sentarse al fresco un rato. Llegaba el momento esperado y fui a por el cochinillo. Lo traje hasta la mesa más grande del jardín, la mesa de piedra y lo encaramé arriba. Todos se arremolinaron alrededor para admirarlo. Menudo cerdo, María, decían. Qué lustroso, qué sano, gritaban. Yo no cabía en mí de gozo. Era el momento más feliz, diría que de mi vida. Me encendí un cigarrillo y entré a la cocina a por la ristra de cuchillos que me ayudarían en la tarea. Mientras miraba los puñales recordaba todos los meses, desde su nacimiento, en que lo preparé para este día. Deslicé mis dedos por el acero, intentando comprimir esos recuerdos en algún lugar de la memoria para no olvidarlos nunca. Y bien que lo conseguí, gracias a vuestro padre nunca he olvidado aquel momento. Empecé a oír gritos y alboroto. Me quedé un segundo intentando captar lo que decían las voces fuera. Apagué el cigarrillo en la pica y corrí creyendo que le había pasado algo a Marianico. Fuera se había formado un círculo en torno a Ricardo. Eché un vistazo al cochino y continuaba sobre la mesa. Inmediatamente sentí alivio. Me acerqué a la multitud. Allí estaba vuestra tía Enriqueta dando aire al desfallecido con un abanico andaluz. Al verme me gritaron: agua, agua. Me dirigí de nuevo a la cocina algo enfurruñada y preparé una jarra llena de agua y mucho hielo. Le pusieron el vaso en los labios y le hicieron beber. Mientras recuperaba la conciencia saqué todo lo necesario para la matanza. Yo estaba empezando a ponerme nerviosa con tanto retraso y supongo que intuía que algo iba a pasar. Al fin todos se centraron en el evento y rodeamos la mesa. Vuestro tío Cipriano, un hombre de metro ochenta, fuerte y robusto como un toro, su puso en frente para sujetar a Marianico. Le atamos las patas con una cuerda que llevé a bendecir a la Iglesia, por empeño de mi madre, vuestra abuela. Tomé la navaja más grande, apreté fuerte la empuñadura y me abalancé sobre el marrano. Se acercaba el final de aquel trabajo tan minucioso y bien hecho y, justo cuando iba a poner fin a la vida de Marianico, Ricardo soltó un alarido que se oiría hasta en el pueblo. Cipriano soltó al cerdo y corrió hasta él. Vuestro padre se había puesto de parto. Justo ese día, en ese maldito momento. Ante los alaridos de Ricardo todos se pusieron en marcha, nerviosos. Las tías prepararon agua en los barreños dispuestos para la matanza, Cipriano y los demás sacaron de una patada a Marianico y colocaron a vuestro padre sobre la mesa. Nadie sabía cómo iba a nacer vuestro hermano. Daban vueltas alrededor del paritorio improvisado pensando qué hacer. Le rasgaron las ropas y cuando Ricardo, empapado en sudor empezaba a quedarse sin fuerzas, el tío Cipriano cogió un cuchillo y sin pensarlo dos veces le hizo un corte vertical en el vientre. La sangre empezó a correr como en una matanza cualquiera, solo que no era mi matanza, no era mi Marianico ni el día tal como tantas veces lo había soñado. El cerdo chillaba en el suelo con las patas atadas y yo me sentí profundamente triste. Me limité a fumar sentada en el quicio de la puerta, oyendo los gritos de vuestro padre diluirse entre los de Marianico. Pasé allí sentada lo que creo fue una hora u hora y media, hasta que el llanto del duodécimo niño prosiguió con celebraciones, hurras y felicitaciones. La tía Entiqueta, costurera de toda la vida, remendó la herida a vuestro padre y le limpió la sangre. Bañaron al bebé con agua tibia y lo pusieron en los brazos de Ricardo que sonreía como si fuera el primogénito. Por la tarde marcharon todos. Aquel día no hubo matanza, ni ningún otro. Alguien desató las patas de Marianico y éste escapó campo a través. De madrugada me levanté a fumar. Ricardo y el crío dormían después de haberle dado leche tibia de una cabra joven que tenían unos vecinos. Yo sin embargo no podía conciliar el sueño. Fumé sin parar sentada en el lecho de Marianico, pero él ya no estaba. ¿Imagináis lo vacía que te puedes quedar tras un hecho así? Todas las fuerzas puestas en aquel día para nada. Tras el último cigarrillo, me quedé mirando el paquete y me fui con lo puesto, dejando una nota a vuestro padre: Salí a por tabaco. Pero nunca volví. No me sentía con fuerzas para afrontar el vacío que, a causa de Marianico y su matanza, había crecido en mí. Espero que entendáis las causas de mi ausencia. Estoy segura de que Ricardo habrá sabido criaros bien.

Os quiere, 
Mamá. >>

—Supongo que entendéis por qué os oculté esta carta. La vergüenza de ser el no nacido de una madre me invadió durante este tiempo. Pero ahora el orgullo de haber nacido de las entrañas de Padre, ha reemplazado ese sentimiento.

Tras toda esta inverosímil historia, la única verdad es que gracias a ella, mi hermano pequeño pudo encontrar el perdón y estar en paz consigo mismo. ¿Quién soy yo para devolverle a una realidad dolorosa? No necesita saberla. Es mi hermano y lo crié casi como a un hijo, siendo el mayor de todos. Cómo podría ponerlo en conocimiento de que nuestra madre esta loca. ¿Cómo podría yo explicarle que Marianico fue su primer nombre y que, fue a él y no a un lechón a quién su propia madre quiso sacrificar, a los pocos meses de darlo a luz? Y, ¿Cómo podría derribar una historia, que recibida a través de una carta desde un psiquiátrico había encajado en su cabeza como la última pieza de un puzzle? No tengo la menor intención de hacerlo. En ocasiones el pasado es mejor no removerlo.



AUTORA: Raquel Ortega

1 comentario:

  1. Hola Raquel. Que pasada, no podía dejar de leer. Todas las cabalas del mundo hice en mi cabeza. Me ha gustado y entretenido mucho. Que fuerte, jejeje.

    Que buen rato.
    Un enorme abrazo.

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