martes, 17 de marzo de 2015

Sesenta y siete metros



Saúl, hoy al pie del imponente Roque Nublo, semitumbado sobre las rocas, acomodó la cabeza donde le permitiera ser, una vez más, el primer testigo del amanecer. No hacía tanto tiempo, apenas tres años, desde que, recibir el primer rayo de sol cada día, allí donde estuviera, se había convertido en una obsesión, un ineludible deber diario; era el soplo de aire que le permitía llegar al amanecer siguiente, sin ese alimento en forma de hálito balsámico, hubiera muerto mucho antes.

Tampoco importaba qué estuviera haciendo en el preciso instante en el que le sorprendiera el perfecto reloj biológico que había desarrollado con el paso de los amaneceres, uno detrás de otro, seguido de otro, todos, sin excepción. Al principio ponía dos despertadores, el del móvil y el de la mesita de noche, justo treinta minutos antes de la hora que la AEMET tenía marcada como el orto para ese día, el asomar de la cabeza del sol. Ese era el tiempo que necesitaba para levantarse de la cama, pasar por el baño procurando no pisar al gato y vestirse adecuadamente, mientras hervía el agua y la tostadora hacía su trabajo, siempre recibía la primera luz del nuevo día con una taza de té en una mano y medio pan tostado en la otra; pero nunca antes de colocar a su lado la foto de los tres mosqueteros y visualizar, una vez más, el día en que formaron el inseparable trío. Siempre le había resultado mágico el momento en el que Jon, amigo de siempre, los había presentado en mitad del nacimiento de un nuevo día, de ahí la recurrente broma, repetida mil veces desde entonces: -Aquí está, al alba… Alba-. En los últimos años en soledad su horario se había vuelto totalmente anárquico, el amanecer lo podía sorprender tanto durmiendo como trabajando, no había orden y del desorden… nació el juego. Sonaba el despertador y entonces, si estaba trabajando en su estudio, ya fuera en una pieza nueva o simplemente bocetando, dejaba caer sin vacilar lo que fuera, lo que tuviera en las manos. Le resultaba cómico estar días, cuando no semanas, ocupando la mente en diseñar, bocetar y luego dejar caer la pieza de cerámica al suelo; a veces parecía que utilizaba como coartada el aviso horario para perpetrar un homicidio cerámico disfrazado de accidente, extrañamente le solía pasar con las piezas con las que estaba menos satisfecho. Nunca le pasó con sus preferidas, con aquellas que, desde un principio, sabía que iban a llegar a buen término, las que demostraban por si solas personalidad, ansias de vivir, respetaba, sobre todas las cosas, esas ansias en lo que fuera. Sabía que hacía trampa y, aún así, siempre simulaba cierta sorpresa y falsa contrariedad. Hacía mucho tiempo que no necesitaba de ayuda para saber el momento del diario amanecer, su cuerpo lo sentía. El amanecer y la fatalidad, dos caras de la misma moneda, la moneda que llevaba siempre en el bolsillo. 

Había conseguido acostumbrarse desde que tenía memoria a su estrecha relación con la fatalidad, la conocía muy bien, llevaban toda la vida siendo íntimos. Huérfano de hijos únicos desde la edad de once años, por culpa de un accidente de tráfico, aprendió muy pronto a vivir con la pérdida. El mismo día que sus padres fallecían lo hacía junto a ellos María, su hermana pequeña, él tuvo la suerte de tener varicela, eso impidió que viajaran todos juntos aquel día. Los que se hicieron cargo de él, sus segundos padres, abuelos por parte materna, también lo abandonaron pronto, tan solo diez años después y con uno de diferencia entre los dos, esta vez por imperativos vitales. Ya cuando se hicieron cargo de él llevaban en este mundo más de ciento cuarenta años entre los dos, setenta y dos años Antonio y setenta Teresa. El juego de las edades venía de lejos, se prometieron y dedicaron desde muy pronto exclusividad en el amor. Ninguno conoció románticamente a persona distinta. El haber vivido prácticamente toda la vida juntos les confería la certeza de una doble vida en común, así, cuando alguien les preguntaba la edad siempre respondían sumando la de los dos, luego, invariablemente, seguían a la perplejidad, las sonrisas tras la explicación. 

Jon y Alba se habían conocido en la primera de las dos expediciones a los Alpes a las que Saúl no pudo asistir. Doña fatalidad y él habían tenido un baile del que salió muy mal parado, rotura de la rodilla derecha y todo lo que ella contenía, no se salvó ni un solo ligamento ni hueso ni cartílago que andara por los alrededores. Tras las consultas a numerosos especialistas, tres operaciones e incontables sesiones de rehabilitación pudo volver a ver la luz, casi dos años después. Dos años llenos de dudas e incertidumbre que, sin embargo, dieron el empujón necesario a su carrera artística, menciones en revistas especializadas, reconocimiento del mundo del arte y algún que otro premio. Ese tiempo de convalecencia le trajo justo lo que a él más le desagradaba, la relación con la gente. Después de este periodo se juró no conocer a nadie más en toda su vida, no quería roces ni voces, las caras y los nombres pasaban por su base de datos sin hacer nido. Se lo tomó como el precio obligado a pagar para su posterior libertad e independencia. Y así fue, tras la recuperación, vuelta a la montaña. Lo profesional al marchante a través de su representante y por mensajería. Pronto abjuró de la pretensión del no conocimiento de otros, más bien de otra, aquel: -Aquí está, al alba… Alba- lo desarmó. Justo en la primera expedición, después de dos años en el dique seco, Jon le presentó a Alba. 

Saúl no concebía la vida sin la montaña. Cuando pensaba en ello no acertaba exactamente a explicar la o las razones de su obsesión, de esa querencia inaudita, tantas veces maldecidas por Antonio y Teresa, por las alturas. No era capaz de verbalizar lo que sentía, nunca tuvo el don de la palabra. Pudiera estar relacionada con que, todavía niño, sus padres, Juan y Ana, lo llevaron frecuentemente de excursión. Siendo su padre aficionado y amante de la naturaleza, no lo era del riesgo, así que sus atrevimientos no iban mas allá de las largas caminatas por senderos bien habilitados, al menos un domingo al mes, y la contemplación de la magnificencia de las vistas desde las alturas de la isla, que con el espíritu aventurero. Los increíbles paisajes de las cumbres grancanarias, el solape del Roque Nublo con el Teide al fondo, el mar de nubes acariciando los riscos, eso y las castañas asadas en los inviernos de San Mateo, eran de los pocos recuerdos claros que tenía de su familia y su niñez. También lo eran, pero de una manera mucho más dolorosa, María y él correteando y saltando como baifas desquiciadas, su madre recurriendo a los tirones de orejas cada vez que, más las veces que menos, las cabriolas se acercaban al borde de los caminos. Tanto era así, que la cara de María y su risa de nueve años era lo único que lo derrumbaba en las noches de soledad. Pero no lo tenía claro. Su relación con la naturaleza de la montaña desapareció con su familia. 

Fue más tarde, cuando coincidió con Jon en la escuela de arte, donde cursaron los dos el bachillerato artístico, que se dedicaron prácticamente todos los fines de semana a visitar la montaña. Jon inició a Saúl en la escalada, lo guió hasta el reencuentro con la contemplación de los paisajes cumbreros y el disfrute de la otra cara del silencio. También intentó adentrarlo en los secretos de libros que Saúl no llegó a entender jamás, lo que pensara Nietzsche, Hegel o cualquier otro filósofo, le entraba por una oreja y le salían por la otra a la velocidad de la luz. Así nacieron sus fines de semana mudos, tras una amenaza de ruptura si se volvía a nombrar al Ser, la Esencia o cualquier otra majadería semejante. Muchas eran las veces que pasaban la jornada entera de un sábado o un domingo sin dirigirse una sola palabra. Únicamente algún irremediable -¡Cuidado!- salía de sus bocas en medio de una cordada. A menudo siquiera en el viaje de vuelta a casa; Jon, tres años mayor que Saúl, conducía un destartalado Mercedes Benz 240 TD que le había regalado un tío suyo después de retirarlo del servicio de taxi, furgoneta que todavía hoy conservaba Saúl. Todo el viaje callados, cada uno con la mente en un sitio diferente, Saúl en sus retorcidas piezas de barro y Jon en sus libros, la única respuesta a sus íntimos interrogantes era el sonido del motor del viejo tanque. 

Tardaron apenas veinticinco minutos en llegar al aeropuerto, a los dos les pareció una eternidad, como de costumbre, ni una sola palabra. Pero esta vez los dos sabían qué llevaba en la cabeza el otro. Alba no había querido ir a despedirlo, llevaba tiempo enfrentada al mundo, el pronóstico no era bueno, seis meses en el mejor de los casos, y ya habían pasado diez. Además el tratamiento agresivo que le estaban dispensando, en busca de intentar, al menos, ralentizar al máximo el avance de la enfermedad, la estaba dejando sin las pocas fuerzas y ánimo que le quedaban. Pasaba los días enrollada en el sofá recibiendo el calor de mustafá, el gato atigrado que había recogido en el parking de un centro comercial diez años antes, causa de las primeras peleas entre ella y Saúl, él celoso, ella indignada por la falta de empatía animal de su pareja. Cuando entendió que el resultado de la elección entre el gato y él no estaba nada clara, retiró el desafío. El felino tampoco es que mostrara mucha simpatía por Saúl, el desamor era mutuo. Saúl descargó de la furgoneta la mochila y el resto del equipaje de Jon, lo colocó en el carrito y lo acompañó hasta el mostrador de facturación del aeropuerto. Desde la fundación del trío soñaron con el Himalaya. Hacer cumbre juntos era el culmen perfecto a sus peripecias vitales y espirituales ligadas a las cimas. Quince años de esperanzas y año y medio de preparación cuando llegó el dolor en el pecho izquierdo de Alba. El mundo se paró en seco, la fatalidad, la vida, volvía a hablarle a la cara. Saúl la escuchó con atención, como lo había hecho el resto de las veces, en silencio, sin ofrecer réplica, hacía tiempo que sabía que el diálogo era imposible, lo había intentado varias veces a los once años, no hubo respuesta. Jon y Saúl se abrazaron, el primero se cargó la mochila a la espalda y enfiló el camino hacia el embarque. Se habían planteado posponer la expedición para cuando Alba se hubiera recuperado. Pronto quedó claro que ella nunca iría. Para Jon era la primera vez en la vida que se veía en la situación que más dominaba Saúl, a pesar de que los que formaban pareja eran los otros, él, el tercero en discordia, el jueves de todas las semanas, no era capaz de afrontar la pérdida. Así, con la excusa de la oportunidad que difícilmente volvería a aparecer, decidió emprender viaje al K2, pensando en que Alba todavía estaría cuando volviera, serían solo dos meses. En el momento en que Saúl miró fijamente la espalda de su amigo, como se perdía entre el resto del pasaje, jamás hubiera imaginado que sería la última vez que lo viera. 

Hacía dos días, que el grupo de Jon no se comunicaba con el campamento base cuando el médico informó a Saúl de que el tratamiento no había hecho el efecto deseado en absoluto, más bien el contrario, desembocó en la aceleración final. Mientras el grupo de rescate se preparaba para el ascenso el mal tiempo no cejaba en su empeño de impedirlo. Las noticias le llegaban a Saúl casi en tiempo real. Si bien el riesgo en la alta montaña se asume como inherente a la propia actividad, casi resultaba patética la situación, Alba en sus últimos días, Jon muy probablemente en la misma situación, y Saúl indemne. Le venía a la cabeza aquella película protagonizada por Bruce Willlis, El protegido, desastres por todos lados y el bueno de Bruce escapando de todos sin pretenderlo. Alba murió sin saber que Jon había corrido la misma suerte dos semanas antes, aún así Saúl le siguió contando detalles de las aventuras de su compañero mientras ella pudo entenderlas, luego, ya no hizo falta. Lo último con algo de sentido que acertó a salir de su boca fue una petición, le hizo prometer que no abandonaría a mustafá, aquel ser significaba mucho para ella y ella significaba mucho para él, todo, cumpliría, cumplió. Dos años y medio tardó el felino en reunirse con su dueña. 

Las últimas semanas había ocupado la mayor parte del tiempo en dejar sus asuntos en regla, no tenía mucho que decidir, sin nadie en el mundo, le parecía justo dejar lo que tenía a su representante, la persona que durante los últimos años le había evitado su detestada relación con el resto del mundo. Salió de noche, su intención era llegar al pie del Roque Nublo a tiempo de ver amanecer, volver a oír dentro de su cabeza, hoy se cumplían veinte años de la primera vez, la voz grave de Jon: -Aquí está, al alba… Alba-. Se levantó del lecho de rocas cuando el sol lucía completo y el calor empezaba a dominar la cumbre, apenas una ligera brisa lo acompañaba debajo de un cielo limpio. Celebró su suerte, no había nadie por los alrededores, éste año el veintiocho de mayo sería miércoles, día laboral, eso ayudó a su ansiada soledad. El resto del día lo dedicó a la contemplación, fue mezclando los paisajes que le brindaban sus ojos con los que llevaba dentro, los encuentros ocurridos con los que jamás tuvieron lugar: Alba riendo a carcajadas con la pequeña María; Antonio y Teresa compartiendo mesa con Jon, el irredento; Juan y Ana celebrando las bodas de plata en un mirador de los Alpes. A medida que avanzaba el día y el reloj se llenaba de horas Saúl se iba vaciando, faltaba ya poco para el comienzo del ocaso. Guardó todo lo que había llevado en la mochila, incluido el abrigo, no le haría falta. Emprendió la ascensión hasta la cima con calma y los ojos cerrados, habían sido tantas las veces que los agarres buscaban sus manos, la roca se inclinó ante él para elevarlo por encima de su cabeza. Justo coronó cuando el sol empezaba a hundirse en el horizonte, el fuego inundaba el Teide proporcionándole un aura inenarrable, el rojo, el amarillo y el ocre se fundieron y desparramaron cubriendo lo que alcanzaba la vista. Cuando se cernió el negro azul de la noche y ya solo quedaban las titilantes luces colgadas del eterno decorado, Saúl siguió ascendiendo, sesenta y siete metros.


AUTOR: Juanje Frayfregona

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