viernes, 13 de febrero de 2015

Mal de muchos, consuelo de tontos


Desde que tengo uso de razón recuerdo tener cierta aversión hacia la gente, ya sea al contacto físico o al mero cruce de palabras o miradas; no es que sea, precisamente, lo bastante fuerte o invalidante como para impedir relacionarme con los demás, no es algo notorio o fácilmente visible para los otros, más bien lo definiría como una incomodidad. Lo cierto es que, sonreír por la puta cara, cada vez me costaba más. Durante mucho tiempo estuve intentado analizar la cuestión desde una posición puramente objetiva, abstracta, sin personalismos, en busca de alguna explicación finalista y coherente; solo conseguía llegar a la siguiente conclusión: mi incapacidad manifiesta para encontrar alguna que soportara un simple examen lógico, formal o informal. Tal vez la razón fuera mi exceso de subjetividad. ¿Pero cómo deshabilitarla? ¿Cómo inhibir el filtro del Yo? Ya me había costado un huevo y varios centímetros cuadrados del escroto aprender a quitar la wifi del móvil y borrar del historial de búsquedas del ordenador, digamos, las no procedentes. 

Así que, hace apenas un mes, decidido a intentar encontrar, de una vez por todas, algún razonamiento válido que me permitiera borrar la cuestión en liza de la lista de asuntos pendientes de dilucidar, papel amarillento que pende desde hace años de un imán de la nevera, me pertreché con los adminículos pertinentes: cerveza sin alcohol como placebo indispensable para llegar al estado mental necesario para el acto inquisitivo; unas aceitunas de Santa Lucia maceradas, durante al menos seis meses, en un mejunje de ajo; una cuña de queso tierno de baifa, éste en concreto sin control sanitario, la mujer del fontanero, los del 5ºD, se entretiene haciendo varios productos derivados de la leche, ilegales, pero sabrosos; unos restos de pan bizcochado que encontré marginados en la despensa detrás del tarro del gofio; una libreta pequeña con las hojas cuadriculadas; dos bolígrafos, uno de tinta azul y otro de tinta roja, me ayudan a diferenciar en mis razonamientos lo crucial de lo accesorio; y por último, como elemento más importante, aglutinador y catalizador de todos los demás, el Tiempo, sin él no somos nada ni nadie, nunca. Se es en el Tiempo, sin el Tiempo, prevalece la completa imposibilidad del Ser.

Degusté, chasqué y tragué lentamente, cual hedonista sibarita, hasta estar a gusto y pleno; la prueba científica que, a continuación, iba a llevar a cabo necesitaba del sosiego y tranquilidad que solo puede dar una panza satisfecha. Solo en ese entonces, presa de un estado Natural de bonanza espiritual, procedí.

De manera concienzuda realicé una extensa y pormenorizada lista, en ella detallé, seguido de una sincrética descripción, singularidades que me provocan repulsa, incomodidad o daño moral, algunas de ellas incluso erupciones cutáneas constatadas y documentadas. Ya, cuando creí tener suficientes como para no dejar pasar, no digo un camello, siquiera una bacteria por el ojo de la Aguja, paré. Con ese esquema y presupuesto teórico fueron desfilando por mi mente, una a una, todas las personas con las que mantengo o he mantenido alguna relación, según visualizaba sus caras tachaba las singularidades repulsivas o de otra índole a las que daban cumplimiento. ¡Eureka! No había una sola que no diera cumplimiento a, por lo menos, tres singularidades de la lista en cuestión. Respiré hondo y solté la lista sobre la mesa de la cocina, reposé unos minutos, metabolizando y asimilando los resultados del experimento. 

De repente me vino una iluminación seguida de un sobresalto, así con fuerza la lista y la llevé otra vez a dónde mi único ojo funcional, el derecho, pudiera corroborar el flash que me había cegado; ¡Mierda! ¡Joder! ¡Me cago en Descartes, en Kant y todo lo que se menea! Yo, el insigne disconforme, el ínclito humanista, era el fiel reflejo de, al menos, siete singularidades, a saber: 

1º Juego al Candy Crush.
2º Veo Gran Hermano Vip.
3º No me lavo las manos después de mear en un baño público, y si se presenta la ocasión de estrechar la mano, la estrecho con fuerza.
4º Suelo contar sin querer (queriendo) el final de un libro o película, no puedo evitar el placer que siento con la contrariedad del otro.
5º Si una señora mayor se cae no me río, miro a ambos lados, si no me ha visto nadie, me hago el sueco, la dejo en el suelo y continúo mi camino. Hasta tal punto apoyo los postulados esenciales del respeto a la naturaleza que, entre otros, reclama la no interferencia sobre ella.
6º Llamo y cuelgo antes de que al interlocutor le de tiempo a descolgar, que devuelva la llamada y pague él.
7º Pongo en las fotos de mi perfil en las redes sociales fotos de tíos musculosos y con el torso desnudo, siempre que sea posible, que se les adivine cierta ambigüedad sexual y actitud artística, mientras tuve la mía nadie pinchó aceptar.

¡Siete de veinte! ¡Dios! ¡Más de un tercio! Me desinflé como un globo de cumpleaños azotado por una jauría de infantes. La estupefacción fue en aumento mientras repasaba los resultados del experimento empírico; el que menos, cumplía con tres, la media era cinco y el único con siete, el que más, yo. ¿Entonces? Si sentía semejante repulsa por todas y cada una de las personas que conocía por verse definidas por el contenido de la Lista y yo era el campeón olímpico de dicha Lista, el razonamiento desembocaba invariable e irremediablemente en que la repulsa, aversión y rechazo que debían sentir los demás hacia mí era mayor que la que sentía yo hacia ellos. Por supuesto soy totalmente consciente de que esto no pasa ni por burda e infantil falacia, pero me tranquilizó. Ahora me siento mucho mejor, desde ese feliz momento se me hace más soportable el paso de los días, el imaginar el desagrado o contrariedad de los Otros al cruzarse en mi camino se ha vuelto un acicate, un inestimable estímulo para salir más a menudo a la calle; cuando me cruzo con alguien conocido y me sonríe, le devuelvo la sonrisa, y en mi interior resuena un dulce y empático… ¡Que se joda!



AUTOR: Juanje Frayfregona.

2 comentarios:

  1. Los hombres nacen, crecen, se reproducen, discuten y mueren. Y, mientras tanto, la vida ha pasado sin que nos demos cuenta.

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  2. Hugo S. Santa Lucía15 de febrero de 2015, 11:22

    Ahí esta el asunto. Estoy por decir que los que pasamos somos nosotros, mientras lo inmóvil es la vida; como cuando vas en tren, miras por la ventana y ves el paisaje deformado por la velocidad, la tuya.

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