martes, 20 de enero de 2015

El Parque de las Palomas




Abril de 1984 (10 años) Redacción para el cole.

En mi ciudad hay un parque inmenso y muy hermoso, su extenso espacio, que se divide en tres rectangulares terrazas, caen por la pendiente de una suave colina confiriéndole una espectacular vista de toda la metrópoli. Todos lo conocen como el Parque de las Palomas por las decenas de ellas que lo revolotean a diario. El agua limpia, llegada desde las altas montañas del norte, recorre los cuatro rincones de sus viejos muros tranquilizando y acompañando el paseo de los enamorados que comparten su sosegado espíritu.

Reinando el lugar, se alza la estatua de un conquistador español que, con rostro serio, señala, allén de los mares, el continente donde luchó valerosamente para hacerse con una enorme infinidad de territorio para la Corona Castellana. Ahora las insaciables palomas conquistan su arrogante figura, sin que el pueda hacer nada.

En su base está escrita la siguiente leyenda: Rodrigo De Puertarola y Jarano, Capitán de la Real Escuadra Española en servicio en el Nuevo Mundo, abrió las puertas al comercio en las tierras salvajes de la costa brasileña / 1562.

Es un espacio perfecto para el descanso de los ancianos, donde aplicar sus experiencias jugando al ajedrez y al arte de la petanca.


Junio de 1994 (20 años) comienzo un diario durante mi periodo obligatorio del servicio militar. (extracto)

Hoy he aprovechado mi primer día de permiso para mostrar el Parque de las Palomas a los compañeros. Lo recordaba mucho más grande y acogedor. Las palomas se han multiplicado y ahora reivindican incluso las escaleras de acceso a éste hermoso parque: dueñas y señoras de todo el espacio, conminan mi alma a sacudir los brazos y verlas alzar el vuelo, y llenar de vida, con sus vertiginosas acrobacias, el cielo gris plomizo.

También sigue ahí el viejo D. Rodrigo, ahora cubierto por completo de una túnica blanquecina donada por las aves que siguen comiendo en su mano. Ya, su estampa no confiere el temor y la gallardía de tiempos anteriores, con esa lánguida mirada de quien parece esbozar una triste plegaria más que señalar la tierra donde formó su altivo carácter.

Puertarola y Jarano, creo intuir que se apellidaba, aunque las letras hayan sucumbido a la severa climatología, corroídas también por las dádivas de los donantes alados. El lugar de sus aventuras se ha diluido y fusionado con la fecha en la que sus batallas confirieron alma al país al que ahora yo protejo.

Los ancianos han envejecido también, pero el arte de sus juegos ha mejorado a tenor de un espacio mejor acondicionado. El golpear de las bolas ya no asusta a las palomas, acostumbradas a la inagotable destreza de quienes parecen haberlas olvidado. Y volvemos a sacudir nuestros brazos, antes de abandonar el parque, para disfrutar de su destreza e indicar a los ensimismados ancianos nuestra partida, la cual parecen agradecer sus caras.


Septiembre de 2004 (30 años) De paseo con mi nueva pareja, Yolanda. (extracto)

Es la primera vez que visito el Parque de las Palomas con los ojos del enamorado. He querido mostrarle a Yolanda el lugar que inspiró aquella redacción veinte años atrás, motivo por el que ella empezó a mirarme de manera más amable. No así el Profe, intuyendo la sombra de un adulto tras el citado texto. Pero como asegura el dicho: las mentiras tienen las patitas muy cortas. 

Sigo percibiendo su encogimiento y la más que abatida expresión, si se le puede llamar así, del Conquistador. Su nombre es lo único que aguanta la embestida, ahora parca, de las palomas. Casi han desaparecido. La cantidad de botellas vacías que decoran la base de la estatua, me da una idea de su inevitable descenso en la comunidad alar. 

Alzamos los brazos cogidos de la mano, intentando llenar de color y vida nuestro paseo, cuestión que parece molestar de forma agresiva a los ancianos, quienes nos afean la acción de forma mecánica, aunque dura escasamente lo que el aburrido y obligado vuelo de las palomas. Pero cuando uno está enamorado y acompañado de su amor, las cuestiones externas toman un cariz secundario que incrementa el cabreo de nuestros increpantes.

Agradecemos que el agua siga su curso acompañándonos en nuestro paseo, al que ponemos fin con un Selphy de recuerdo junto a la imagen decadente de Don Rodrigo. La visita ha sido agradable y prometemos volver.

Antes de marcharnos le agradezco, en voz baja, la inspiración que motivó ese acercamiento, y retiro de sus pies el regalo del último botellón.


Mayo de 2014 (40 años) De paseo con mis hijos, sin Yolanda. (extracto)

A mis hijos les parece enorme y, a mí, se me escapa una sonrisa que ellos no entienden. Yo les suelto la mano para que lo disfruten como yo lo hiciera hace tanto tiempo ya, aunque me mantengo alerta. Me anima que la comunidad de palomas se haya recuperado, así mis hijos no me bombardearán a preguntas sobre su sobrenombre.

El Parque de las Palomas les gusta mucho. Recorren sus tres terrazas a todo correr, mientras mis pasos me dirigen apenado hasta el lugar donde, ahora, el conquistador ha sido conquistado por Pocoyó, al que mis hijos abrazan contentos y emocionados. No comprenden mi tristeza, al mirar atónito como el icónico referente de mí malogrado matrimonio ya ni puede llevarme al recuerdo de días mejores. Ella también conocía el dicho..., el escondite de mi Diario..., y a Susana.

Si por mí fuera, hubiera gritado maldiciendo a quien decidió tal cambio, pero el requerimiento de mis hijos a subirlos a los módulos recreativos que rodean la inmensa figura del Pocoyó, me abstrae de ello. Sus caras de felicidad me hacen reflexionar nuevamente, y pido perdón en silencio al susodicho. 

No ha sido un día tan malo. Los crios se van contentos, la esencia del parque sigue su impronta, aunque ya no haya gente mayor… el Pocoyó y los gritos de los niños han conferido al parque otra condición. Al menos el agua sigue, impertérrita, su sosegado paseo circundándolo. Menos mal que la naturaleza no es tan fácil de acomodar al devenir inherente del Ser humano.

Por un momento, al despedirnos del parque, mi alma vuela treinta años atrás al descubrir en una de las columnas de la entrada aquella vieja leyenda que incluí en mi celebrada redacción, donde Don Rodrígo volvía a ser, aunque esta vez Virrey, el alma del Parque de las Palomas.


AUTOR: Sergio Suárez Hernández

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