martes, 28 de octubre de 2014

La suerte de levitar


Hace cuatro días, creo, sí cuatro, parecen haber pasado veinte años, ya solo me quedan las piernas, no se si llegarán a mañana. Te debes de estar preguntando qué es lo que me pasa, ¿estoy loco, he extraviado mi cordura o lanzado la he por el water?, ¿le habré puesto demasiada hierba al canuto, mi última borrachera habrá sido de birra picada? Nada más lejos de la  realidad, pienso, luego, debería de existir, pero no estoy en estos momentos en disposición de jurarlo. No, no creas que esto último es un juego de palabras, un juego fácil de palabras de los que utilizo habitualmente para encandilarte.

En estos cuatro últimos días de mi vida, pero ¿acaso no serán los primeros del resto de my life? No se si esta es la verdadera o la segunda, y si es la segunda ¿habrá una tercera, una cuarta, una quinta y así sucesivamente?, ¿no habré  empezado la rueda de las reencarnaciones en vida?, reencarnaciones espirituales por tanto; si son espirituales, si lo son, ¿cómo llamarlas? ¿reespiritualizaciones?, un poco largo, ¿no?, no quiero divagar. Lo que ha hecho sentarme y escribir estas líneas con gran dificultad es la necesidad de contarte, de relatarte el proceso degenerativo que me empezó a atacar el lunes por la mañana, hoy hace cuatro días, no sé si lo he mencionado ya, ya sé, ya sé, me repito mucho. Lo mejor será empezar por el principio.

El lunes, a eso de las ocho, sonó el despertador. Tú sabes, por que fuiste tú quien me lo regaló, lo escandaloso y alienante que se pone la fastidiosa y diabólica máquina, empecé a oír los disparos, las bombas, la guerra de las galaxias y, fuera de todo pronóstico, le metí tal guantazo al aparato que fue a estamparse contra el póster de Cindy colgado en la puerta de mi armario. Ya podrás suponer cuán asombrado estaba al comprobar mi recién estrenada violencia digital, jamás de los jamanases había despertado de tal guisa y con semejante brío. Pero eso no es lo más extraño que sucedió la primera mañana de mi postrer suplicio. ¡Se me cayeron tres dedos de la mano derecha! Así como lo lees, tres, de la mano derecha. No me di cuenta hasta que fui a sacarme un burgajo. Lo más sorprendente fue que no sentía dolor alguno en absoluto, ese mensaje que mandan los nervios al cerebro para que uno se dé cuenta de que algo marcha mal, algo falla, y uno debe intentar arreglarlo para que cese el impulso eléctrico. Esta vez no hubo impulso eléctrico, ni respuesta cerebral, ¡ni sangre! Un corte limpio, seco, cauterizado, en dos palabras ¡im  presionante! Me olvidé del asunto y me dispuse a desayunar y salir pitando, tenía una cita con Bea y no era plan de desperdiciar la ocasión de estrechar lazos por una simple desmembración. Mientras los desprendimiento no afectasen al órgano expresamente diseñado para el cambio de aceite estaba dispuesto a presentarme, aun sin orejas, no pretendía escucharla solo deseaba sorberla.

Me asomé a la ventana, era una mañana creada para admirar la naturaleza, el amanecer debió de haber sido un espectáculo, pensé. El aire era fresco, oloroso, transportaba las esencias y carnes de las millones de flores, arbustos, matos, hierbajos, hongos, setas, caracoles y demás seres animados e inanimados que habían aprovechado el último diluvio para salir, reaparecer tras el largo letargo al que se habían visto obligados por la sequía. Nunca me había fijado en el paisaje, ni en fotos, ni en excursiones, pensaba que era algo inmutable, solo ocupaba mi tiempo en cosas perecederas, dinero, mujeres, con poco éxito desde luego. Ahora me sentía como una especie de ente, entre animal y vegetal, parte del paisaje, respiraba y me inundaba un placer desconocido.

Al salir de casa me sucedieron hechos sorprendentes que enloquecerían al más pintado. Desistí de esperar el ascensor porque en el lapso de tiempo en que me duchaba, afeitaba y acicalaba me había quedado en muñones. Era incapaz de apretar el duro botón de llamada del elevador con mi minúscula nariz, así que decidí bajar los siete pisos andando. Llegué al portal y esperé a que alguien me abriera la puerta y poder salir a la calle. Oí la llegada del ascensor, apareció quien tantas veces te he comentado que sería mi perfecta mitad tantral, Andrea. ¡Que espécimen reproductor de primera clase!, sus curvas guitarrescas y sus senos de mazapán, esas piernas tan largas, tan fuertes y avellanadas, sus labios de chupa-chup Kojak y su lengua de chicle de bola de a veinte, sus ojos, abismos que aspiran el alma, su pelo argénteo y caníbal y ese “buenos días” que desarma. Me extrañé, ella nunca me saludaba, es más, desde que intenté revolcarme con ella en un parterre del Parque en los últimos carnavales, siempre que nos cruzábamos me llamaba asqueroso hijo de puta. Parecía no reconocerme. Me extrañó el placer que sentía al contemplarla, no tenía nada que ver con la pulsión apremiante y asfixiante de otras ocasiones. Me detuve, admirándola en su ritmo, en su música, en el compás de sus nalgas, omoplatos y gemelos.

Por todo el camino que discurre hasta la parada de la guagua me fui encontrando vecinos, amigos, excompañeros de clase, excompañeras de “juegos” y varias especies más de fauna autóctona. Todos mis esfuerzos de comunicarme con ellos eran baldíos, ni buenos días, ni ¿qué hora tienes?, ni ¿ha pasado la trece?, nothing at all, nanais de la chinais. Nadie parecía conocerme, o reconocerme, en vano intenté conversar con alguno de aquellos extraños. Desistí al ver mis labios en el suelo, fui a sacar la lengua a un niño perretoso que destrozaba a patadas los zapatos de su primera comunión y mi chicle de bola voló, decidí entonces no hacer ningún movimiento brusco para ver si era capaz de conservar algo de carne para una sopita. Llegó la guagua, me subí, pase de largo, el conductor no me paró, no pagué, él no protestó, ¿le daría pena?, ya no tenía brazos, labios, lengua. Una anciana decimonónica me cedió el asiento. Al hacer recuento de las partes que me faltaban me invadió una depresión sin límites, ya solo me quedaba un miembro con el que satisfacer el hambre de Bea, ¿podría cumplir?, jamás lo había hecho, no tenía que ser hoy un día especial, pero, no, me, im, portaba. Disfruté del trayecto en guagua como un niño al que por primera vez dejan dormir en casa de un amigo. Todo lo que veía por la ventana lo conocía y reconocía, pero era nuevo a mis ojos nuevos. Pensé que se me habrían desprendido y que solo me quedaban las cuencas, imaginé que era la razón de mi extraña y pura visión, miraba las cosas con el alma, me recorría un alivio infinito, sentía con todos los poros, mis poros no sudaban por el agradable calor del mediodía, mis poros, lo creas o no, se curvaban sobre sí, ¡sonreían! No tenía manera de comprobar la pérdida de mis boliches miradores, no podía llevarme las manos que no tenía a los ojos, pero, no, me, im, portaba.

De repente me vino una idea a la cabeza, ¿qué pasaría si con mi aspecto me pusiera a mendigar en la Avenida de las Canteras? Me forraría sin duda alguna, así fue. Cogí un cartón que encontré al lado de un contenedor y con gran esfuerzo logré escribir con el pie una hermosa leyenda que rezaba así: “Por Dios y la Virgen Santísima, tengo diez churumbeles, dos exesposas, tres casas que mantener, todos mis hijos están en el Claret  o estudiando ingeniería industrial superior sin beca, no me basta con el empleo nocturno de vigilante de motos, ni tampoco con el de profesor de sevillanas en la asociación de vecinos del barrio, tengo muchas letras que pagar, TODAS MAYÚSCULAS, muchas gracias.” Me pasé tres horas sentado en el Paseo, con mi cartoncito delante. Todo el que pasaba desembolsaba doscientas o trescientas pesetas, alguno me llegó a dar un billete con la carita del Rey. En sus caras adivinaba desolación, envidia, tristeza, adivinaba su auto fobia (miedo a uno mismo por dentro, reverso del alma, del Uno), no me cubrieron de billetes por ayudarme a mí sino por salvarse ellos, ellos necesitaban más que yo ese acto de desprendimiento, necesitaban redimirse de alguna forma, ellos no tenían la suerte de redimirse como yo, no podían desembarazarse del fardo de la deshumanización como lo estaba haciendo yo, pagando con mi carne. A ojo conté que habría unas ochenta o noventa mil pesetas, me levanté como pude y se las di a un pobre manco y tuerto que no tenía en su cartón, con mejor ortografía y redacción que el mío, ni para un tetra de Don Simón, ahora tendría para bañarse en Faustino XV Grandísima  Reserva.

Seguí caminando y explorándome en busca de más signos físicos de mi recién estrenada metamorfosis, los psíquicos eran evidentes. Caminaba, o eso pensaba, se me mezclaba todo, las cosas, los nombres, los lugares, los afectos. Ya no solo se me caía la carne a cachitos, se me iban cayendo los recuerdos, mi madre, mi perro, ¿o era gato? Me estaba desintegrando, desidentificando. Lo curioso era lo bien que me sentía, era indescriptible el placer que me estaba invadiendo a medida que desaparecía, todo me atravesaba, ya no tenía que evitar los obstáculos. El aire que llenaba mis pulmones no seguía los conductos habituales, todo yo era poroso al viento, por mí pasaba y sentía como lo hacía, cada ráfaga se llevaba un trozo de mi, unos pelos, los pezones, mi instrumental especialmente diseñado para el cambio de aceite. Una de esas pequeñas, dulces, candorosas y oleosas brisas se llevó mi nombre, mi carta se había quedado sin remitente. Mi nombre se fue sin ruido, tranquilo, extrañamente feliz lo vi en el horizonte cogido de la mano de otro nombre, sin duda alguna el nombre de la destinataria de esta carta, tu nombre. Ya no recuerdo a quien escribo, meto de una patada el sobre sin dirección en un buzón y sigo andando.


Autor: Juanje Frayfregona


2 comentarios:

  1. De lectura que atrapa, y una frescura irónica embriagadora. Y sólo tienes dos décadas de vida.

    "Im presionante", gracias Juanje por cederlo para el Blog

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  2. Juanje, tu cuento me ha parecido EXTRAORDINARIO, y lo pongo con mayúscula porque se las merece. Tengo un cuento parecido, al menos el el "efecto" de voladura, que desde que tenga tiempo se lo mando a Carlos para que lo ponga.
    Me encanta tu imaginación, lo bien que te lo pasas escribiendo, porque eso, sin ninguna duda, se nota.

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